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Somalia, ¿por qué un Estado?

Oscar Escudero

Lunes 27 de agosto de 2012, por Revista Pueblos

Somalia concentra la quintaesencia de los Estados fallidos, es vivero de piratas y morada de los señores de la guerra, miembro honorífico del eje del terror, escenario de hambrunas e industria de refugiados. Estos son algunos de los generosos piropos a través de los que se valen organismos internacionales y medios de comunicación para difundir la imagen externa de este árido territorio del Cuerno de à frica. ¿Sugieren estos apelativos alguna otra posibilidad que no sea que, en última instancia, la sociedad somalí, como otras muchas africanas, tiene un origen y un destino condenados a la fatalidad?

Da igual, porque lo importante es que el discurso dominante excluya los factores centrales de todo diagnóstico riguroso que, como la impronta colonial y su prolongación contemporánea, o el intervencionismo secular de Etiopía, han operado y siguen operando a la manera de incombustibles volcanes de fuego y destrucción. Luego, ¿esto significa que toda la responsabilidad procede del exterior y que los somalíes son inocentes? Tampoco, aunque convengamos que resulta imposible destacar un solo país en todo el globo que pueda salir adelante si la comunidad internacional se empeña en poner zancadillas bajo el pretexto de una cumbre, un proceso de reconciliación o un programa de ayuda. ¿Qué ha sucedido entonces en Somalia? Alumbrar estas cuestiones nos obliga a espigar ni que sea someramente en la historia de la última centuria de un enclave mil veces demonizado y apaleado.

La Somalia precolonial desplegaba su estructura social a través de una organización clánica cuyos individuos abrigaban una fuerte conciencia genealógica, que descansaba a su vez sobre el islam somalí y el derecho tradicional (jir). La actividad económica, que apenas ha variado desde entonces, se repartía entre el “capital móvil”, a través del ganado trashumante en el interior, y el comercio local y marítimo en el litoral, un modus vivendi ajeno en todo caso al esquema afianzado sobre el monopolio y el excedente. Organizada en entidades autónomas cuyos mediadores habían de encontrarse en las cofradías sufíes, Somalia, por tanto, no conocía ningún tipo de ideología nacionalista y mucho menos aun cualquier noción de Estado.

Con estas pinceladas no pretendemos reivindicar un paraíso perdido orquestado por costumbres y rituales amistosos. Naturalmente, la violencia formaba parte de la vida, aunque sin representar una lacra que hiciese diferente al territorio somalí del resto del mundo: “Al margen de la vida urbana de las escasas ciudades costeras y el enclave agrícola comprendido entre los ríos Schabeelle y Juba, la Somalia precolonial habitaba en un mundo de anarquía igualitaria, un mundo de cría de camellos y clanes, tan propensos a enfrentarse en conflictos bélicos como a reunirse bajo una acacia con el fin de celebrar justas poéticas que a veces duraban varios días”. [1] Sea como fuere el equilibrio que allí reinaba, desde luego que se vio truncado para siempre jamás con el desembarco de las potencias coloniales, del mismo modo que se había conservado e incluso enriquecido con las conquistas persa y árabe acontecidas unos siglos atrás.

COLONIZACIÓN Y MOVIMIENTO DERVICHE

En 1885, los británicos crearon un protectorado en el norte y apenas cuatro años después los italianos hicieron lo mismo en el sur. Británicos e italianos albergaban objetivos distintos. Mientras los primeros se inclinaban por la cuestión geoestratégica (control marítimo y rutas comerciales), los segundos pretendían convertir Somalia en un trampolín para hacerse con las tierras ubérrimas de Etiopía.

En una primera fase, ambas potencias coincidieron en levantar una estructura de poder mínima que garantizase su presencia y que eludiese alterar factores identitarios, territoriales o religiosos. Pero las buenas intenciones sólo eran el preámbulo meloso de un plan que había de hacer añicos la credibilidad del invasor europeo. Mirase como se mirase, el colonialismo de corte europeo suponía una intromisión que por fuerza había de generar nuevas formas de poder, al mismo tiempo que había de despertar de su letargo la vocación de resistencia y de repulsión a toda injerencia externa que, eso sí, por encima de clanes y linajes, une a todos los somalíes.

Encabezado por Mohammed Abdulle Hassan, el movimiento Derviche se levantó tanto contra los “cristianos invasores” en 1899 como contra la injerencia del ejército etíope. Ambicionaba un espacio autónomo regido por una política de inspiración teocrática. Los más de 4.000 combatientes que le siguieron se acuartelaron en campamentos, levantaron fortalezas y se echaron al saqueo y al robo de caravanas. Inicialmente, Abdulle Hassan pretendía aglutinar la disparidad social más allá de las barreras clánicas. Sin embargo, como habría de repetirse en el perfi l de todos los aspirantes a un poder centralizado, pronto descubrió las virtudes de instrumentalizar el sentimiento genealógico para fomentar la división y el debilitamiento de sus rivales.

El movimiento Derviche fi rmó un acuerdo con las potencias extranjeras que le concedía una zona autónoma donde podía implantar su idea de orden social-religioso, de modo que sería erróneo afi rmar que combatió unívocamente contra los ejércitos coloniales. De hecho, su principal foco enemigo se concentró en los propios somalíes, sobre todo en aquellos que discreparon o se negaron a adoptar el nuevo orden. Tras 20 años de lucha marcados por la hambruna, crímenes contra líderes religiosos, jefes territoriales, etc., el movimiento Derviche acabó por recrudecer la rivalidad clánica, agrandó las diferencias sociales y, como colofón, reforzó la presencia colonial.

Desde el ocaso de la yihad de Abdulle Hassan hasta la II Guerra Mundial, la cara amable del proceso colonizador se intensifi có a través de la construcción de carreteras, escuelas y hospitales. Entre tanto, Italia perpetraba los mayores estragos contra los signos de identidad locales: expropiación de tierras, división de clanes y familias a través de una reconfi guración de fronteras territoriales, desprecio del liderazgo autóctono y de la ley tradicional. Este proceso, por fortuna, se vio interrumpido con la derrota de Mussolini frente a los aliados, ínterin que Etiopía aprovechó para obtener su independencia y adjudicarse los territorios somalíes de Haud y Ogaden, este último fuente de confl ictos recidivantes dada su población de mayoría somalí. Actuando del mismo modo, el Imperio Británico extendió sus dominios apoderándose de la región italiana, erigiéndose así como el gran terrateniente colonial.

INDEPENDENCIA Y DICTADURA DE BARRE

Somalia proclamó su independencia en 1959 con la expectativa de que el norte británico y el sur italiano se fundiesen en una entidad insólita (el Estado), que nunca antes había existido, ni nunca antes quienes tuvieron la potestad de ensayarlo hicieron gesto alguno en esa dirección. Con estos preliminares, no sorprende que todos los intentos por concentrar el poder en Mogadiscio abocaran en una progresiva fragmentación del gobierno y de las débiles instituciones del incipiente proto-Estado, pese a contar con una nutrida representación que abarcaba desde partidos comunitarios hasta pan-somalíes. Tras nueve años infructuosos en los que, entre otras fallas, los sistemas tradicionales revelaron su disfuncionalidad, entregados a las prebendas del clientelismo, Mohammed Siyad Barre se levantó en armas y asaltó el poder en 1969.

Con la promesa de instaurar un sistema educativo, impulsar el crecimiento económico e igualar los derechos de mujeres y hombres, Sayed Barre impuso un programa socialista que se acabó traduciendo en la merma de libertades y en la represión de las identidades clánicas, hasta el extremo de censurar toda alusión a la pertenencia clánica como si de un tabú se tratase. Paradójicamente, con el paso de los años, Barre estrechó los vínculos con su propio clan y con el de su madre, al que benefi ció sobremanera, del mismo modo que sus recelos hacia unos clanes y sus tratos de favor a otros avivaron de nuevo la llama del tribalismo.

El súmmum llegó con el estrepitoso fracaso de la guerra contra Etiopía a fi nales de los 70, que arrastró a Somalia al borde del precipicio y situó al dictador en el punto de mira del puñado de enemigos que iban a salirse al paso. Todo ello sucedía con un Sayed Barre protagonizando un baile de alianzas al son de los colosos de la Guerra Fría. Mientras el sucesor de Haile Selassie rompía vínculos con EE UU y se aliaba con la URSS, Barre hacía lo contrario en pos de fi nanciación con fi nes armamentísticos. Sólo que Etiopía salió airosa; Somalia se desgajó un poco más. Así, en la década de los ochenta, mientras Mogadiscio abandonaba a su suerte las regiones periféricas, éstas se convirtieron en terreno abonado para la proliferación de milicias y guerrillas apoyadas asimismo por potencias vecinas, para cristalizar en una guerra civil.

SOMALILANDIA, PUNTLANDIA Y CLANES TERRITORIALES

Con el hundimiento de la dictadura militar de Barre en 1991, fl oreció la estructura clánica en su modalidad más virulenta, aunque con dos notables salvedades. En ese mismo año, que por razones puramente arbitrarias marca el punto de partida del colapso, el antiguo protectorado británico de Somalilandia se declaró independiente de Somalia, movimiento ratifi cado dos años después con la aprobación de una constitución.

Pese a estar envuelta en constantes tensiones fronterizas, a menudo bélicas, Somalilandia ha logrado encauzar una gobernanza aceptable, validada por una sucesión de gobiernos democráticos tan precarios como legítimos. Un logro singularmente meritorio en tanto en cuanto avanza de espaldas a la aportación de ayuda extranjera. Unos años después, Puntlandia, su homóloga italiana, habría de seguir sus idénticos pasos. Hoy, ambas regiones, enmarañadas entre sí y sumidas en un cruce de tensiones, encarnan, cual arquetipos, cualquiera de las alternativas que podrían fraguar en una Somalia futura. Mientras Somalilandia apuesta por una independencia absoluta, Puntlandia estaría dispuesta a integrarse en un Estado confederal.

Al otro lado de estas regiones, Somalia se haya enlodada en una lucha intestina entre clanes territoriales que se ha saldado con millares de personas muertas y otras tantas de desplazadas. ¿Por qué perduran los sangrientos enfrentamientos sin visos de solución? Por el mismo motivo que alimenta casi todas las guerras: el poder. Con la particularidad de que uno de los factores que facilitan su perpetuación es el fl ujo constante de dinero mediado por los fondos de ayuda extranjera.

Esta pareja de palabras, tan cargada de emoción y complacencia para los occidentales, constituye una parte no menor de los problemas que acechan a Somalia en dos estratos contiguos. Primero porque el dinero, así con Sayed Barre como con los sucesivos gobiernos de transición, se destina a nóminas gubernamentales, lujo y armas, y en ningún caso alcanza a la población civil si no es en formato de bala o mortero. Segunda porque, como se lamenta uno de los personajes del escritor Nuruddin Farah [2], la “generosidad espontánea te deja en deuda, atrapada en un laberinto de dependencia (...) pero, ¿no es verdad que aquí, en el tercer mundo, hemos perdido la confi anza en nosotros mismos, y también el orgullo, por culpa de la llamada ‘ayuda’ que recibimos incondicionalmente del llamado primer mundo?”.

ESPIRAL DE CAOS

Por añadidura, ni a Etiopía, ni a las potencias extranjeras les interesa demasiado que Somalia recupere la estabilidad, incluso aunque el enquistamiento del colapso genere efectos colaterales inesperados difíciles de administrar por cualquiera de las partes implicadas. Nos estamos refi riendo al llamado fenómeno de la piratería. Sin una policía marítima, sin un tejido gremial de pescadores, sin un organismo, en suma, que regule la explotación pesquera de sus aguas ni asuma el control marítimo de sus costas, el Índico ha devenido barra libre para los pesqueros de todo el mundo y vertedero franco para las navieras de dudosa reputación encargadas de arrojar toneladas de contenedores de residuos tóxicos, como puso al descubierto el tsunami de 2004. Ello no exonera a los somalíes del delito de secuestro, pero poco habría que secuestrar sin intrusos expoliando sus aguas territoriales como hienas por la sabana. Como concluía el periodista somalí Abdulkadir Salad Elmi [3] en un revelador artículo: “Los verdaderos piratas en Somalia son Washington, Paris y Oslo”.

Desde el año 2000, en que se constituyó un gobierno de transición en Mogadiscio, apenas se han sucedido conatos esperanzadores. Cambian los actores políticos, pero se conserva la fragilidad de su estructura y acaso mengua el horizonte de su poder, limitado a una cuantas calles de una ciudad parcelada en distritos controlados por facciones clánicas.

El último simulacro se produjo en 2009 con la designación de Sheij Sharif Ahmed como presidente de Somalia. Miembro del ala moderada del islamismo somalí, dirigente de los Tribunales Islámicos y artífi ce de numerosas derrotas infl igidas a milicias del centro y sur del país, en Ahmed estaban depositadas la expectativas de una nueva luz para Somalia. Además, contaba con el beneplácito internacional de países fuertemente implicados como Francia (a través de Yibuti), la misma Unión Europea y la diplomacia norteamericana. Sin embargo, en sólo seis meses, todas las expectativas se fueron al traste, lo que venía a reafi rmar el hecho ya incontrovertible de que todo intento de poner orden en Somalia es siempre una pantomima para camufl ar los intereses externos e internos conjugados para eternizar su soberanía. [4]

No son pocos los analistas que descartan la imposición de un Estado unitario en aras del establecimiento de una política que reconozca las identidades colectivas, las instituciones tradicionales como el jir, los ancianos de los clanes y los mediadores religiosos, susceptible de cristalizar en un Estado confederal o en cualquier otra fórmula ajustada a tales parámetros. Los detractores, sin embargo, se cuentan por decenas y pertenecen tanto al ámbito internacional como al continental. Somalilandia, que podría ser un ejemplo a seguir, no cuenta con el reconocimiento internacional. Incluso la entidad predecesora de la actual Unión Africana hizo lo posible por enterrar el debate revisionista de las fronteras trazadas en la Conferencia de Berlín. Y teóricos de la altura de Achille Mbembe [5] defienden ese inmovilismo a la vista de la emergencia de rutas comerciales, la domesticación del espacio y una “integración regional desde abajo”, factores que ayudarían a refrendar el statu quo.

Sin embargo, en Somalia no ha ocurrido nada de eso. Si la espiral de caos crece con el tiempo, es básicamente porque el entramado de agentes locales y extranjeros que detentan el poder así lo prefi ere. El fantasma del único referente de Estado centralizado, imputable a Siyad Barre, puebla las pesadillas de los somalíes. Pero, al mismo tiempo, yace el sentir de encontrar una solución estatal, aunque ya no se sabe hasta qué punto este prurito es consecuencia de la aculturación o directamente de la desesperación.


Oscar Escudero es miembro de Africaneando (http://africaneando.org).

Este artículo ha sido publicado en el nº 53 de Pueblos - Revista de Información y Debate - Tercer trimestre de 2012.

Notas

[1] Samatar, Said S. (1991): Somalia: A nation in turmoil, Minority Rights Group.

[2] Nuruddin, Farah (1998): Regalos, Barcelona, Ediciones del Bronce.

[3] Abdulkadir, Salad Elmi (2010): “The real pirates in Somalia: Washington, Paris and Oslo”, en Pambazuka News, Issue 496. Publicado por Pueblos – Revista de Información y Debate en castellano (08/02/2011): www.revistapueblos.org/spip.php?article2084.

[4] Gutiérrez de Terán Gómez-Benita, I. (2009): “Somalia, el abismo insondable”, en Pensamiento Crítico, Página Abierta, 202. Ver en: www.pensamientocritico.org.

[5] Mbembe, Achille (2000): “At the Edge of the World: Boundaries, Territoriality, and Sovereignty in Africa”, Public Culture Incluido en castellano en la obra VVAA, (2009): Estudios Posctcoloniales. Ensayos fundamentales, Madrid, Trafi cantes de Sueños.

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